Para caminar por la ciudad de Butembo, en el noreste de la República Democrática del Congo, hay que tener alma de escalador. Sus casas y calles de tierra llenas de socavones remontan verdes montañas para luego descolgarse en picado hacia los valles del otro lado. En un cruce situado en lo alto de una colina, subidos a la parte trasera de un camión, un hombre y una mujer discuten. “En esos centros, los extranjeros matan a la gente y le sacan los órganos”, dice él, mientras ella le pide pruebas. Decenas de personas, casi todos niños, los observan y ríen a carcajadas. En realidad son cómicos y hablan, cómo no, del ébola, la enfermedad que ha atravesado el corazón de esta ciudad.
Abajo en el valle, el popular diputado Crispin Mbindule está de mitin. La caravana de coches y motos entra en la asfaltada calle Presidente de la República envuelta en una notable algarabía. El aplaudido político, que hace tan solo unos meses negaba la existencia de la epidemia y lo atribuía todo a una maniobra del Gobierno en la lejana Kinshasa, recomienda ahora a los ciudadanos que se laven las manos y hagan caso a los equipos de respuesta. Aunque vuelve a las andadas: “Vengo con un grupo de expertos y vamos a acabar con la enfermedad en 22 días”, dice, eufórico.
Así está Butembo. Partida en trocitos, inundada de rumores y soflamas, pero también de trabajadores de organismos internacionales, de personal médico llegado desde medio mundo y de gentes de buena fe que combaten casa por casa a un fantasma que va más rápido que ellos. Al menos hasta ahora. Casi la mitad de los 1.500 muertos que ya se ha cobrado la epidemia de ébola que azota a este país desde el pasado mes de agosto procedía de estas colinas. En ningún otro lugar ha golpeado con tanta fuerza un brote que genera desolación, pero también oportunidades.
Ha habido 700 muertos en Butembo, sí, pero 2.000 locales trabajan ahora en la respuesta puesta en marcha por el Gobierno y la comunidad internacional, los restaurantes florecen, los hoteles y agencias de alquiler de coches no dan abasto y los comerciantes sonríen. Todo, los colchones que se queman a diario en los centros de tratamiento, la gasolina, la comida de miles de trabajadores, el agua que beben, todo se repone en el mercado local. “Se mueve mucho dinero”, asegura Jeremias, un vendedor de teléfonos móviles. “Algunos no quieren que el ébola se acabe porque después les toca volver a la miseria”, comenta Kasereka Songoroka, secretario de la confederación de Iglesias de Cristo del Congo en Butembo.
Nada más llegar a la pequeñísima pista del aeropuerto, una herida de tierra naranja en el verdor de otra colina más, el visitante percibe que hay algo al acecho. Ni papeleo, ni maletas ni nada. Un bidón con agua y un grifo para lavarse las manos es el recibimiento. A lo largo del día hará el mismo gesto una decena de veces. Al entrar y salir de cada edificio, de cada restaurante, de cada oficina bancaria. Y, por supuesto, en los famosos centros de tratamiento de ébola (CTE) donde están los enfermos confirmados y donde al agua le añaden cloro. “Me voy a volver muzungu (blanca) de tanto frotarme”, dice con una sonrisa la doctora Bebel en el CTE de Butembo.
Estos bidones de agua con lejía, la toma de temperatura al entrar o salir del aeropuerto o por las principales rutas de acceso a la ciudad y los saludos a distancia son los únicos impactos visibles sobre la vida cotidiana. En la misa ya no se dan la mano y la limosna se reserva para el final de la ceremonia con el fin de evitar cualquier contacto peligroso.
Pero los productos y las personas se siguen moviendo en este gran cruce de caminos y de confesiones religiosas que es Butembo. “Al principio temimos que nos encerraran en una cuarentena, pero no ha ocurrido, fue un rumor más”, asegura monseñor Muhindo Isesomo, obispo de la Iglesia Anglicana. La Organización Mundial de la Salud (OMS) no ha querido fijar restricciones ni límites al transporte. Traerían más perjuicios que el propio virus.
Un brote de ébola, que se desencadena al saltar de un animal a un humano, es cruel. Sus primeros síntomas se confunden con los de la malaria: intenso dolor de cabeza, fiebre, dolor articular. Pero con rapidez evoluciona hacia vómitos, diarreas y si el sistema inmunitario no lo impide, hemorragias internas y una fuerte astenia muscular. El riñón y el hígado son los primeros en caer. De ahí al fallo multiorgánico o al colapso respiratorio solo hay un paso. Sin embargo, su crueldad se manifiesta también en la forma de contagio, por contacto directo con los fluidos de una persona enferma. Es decir, los cuidadores y seres queridos, así como el personal sanitario de base, son sus víctimas privilegiadas.
Y, sin embargo, el ébola no es la única amenaza. A finales de febrero, hombres armados atacaron y prendieron fuego a los dos CTE que existen en la ciudad. Algunos enfermos, los que pudieron, huyeron despavoridos. Aquello fue el horror, pero cada día se produce algún incidente, una piedra que destroza el parabrisas del coche de un agente de salud, un equipo de enterradores al que impiden entrar en una casa, una amenaza a un sensibilizador.
Josué Mutseke, que trabaja para la respuesta al ébola en el barrio de Makangala, se ríe también con los actores de Yira Comedia que tratan de explicar con humor a la gente que en los CTE no matan a nadie, que los médicos no son traficantes de órganos y que la vacuna no provoca impotencia sexual, pero no pierde de vista a ese grupo de muchachos que cuchichea unos metros más allá. De repente, uno se acerca tambaleándose, en evidente estado de embriaguez, y le dice a la cara que tenga cuidado, que todos esos 4x4, esos médicos de la capital y esa protección desaparecerán algún día. Los vecinos solo observan. “La chispa puede saltar en cualquier momento. Muchos nos acusan de estar corrompidos, de trabajar para quienes han propagado la enfermedad, algunos tendremos que irnos”, dice.
La violencia y la inseguridad son viejas conocidas en esta región en la que desde hace más de veinte años operan decenas de grupos armados. Igual que el volcán Nyiragongo que echa humo unos kilómetros al sur y de vez en cuando arroja lava por su cráter, la amenaza de un estallido imprevisible está siempre presente. El pasado 8 de mayo, los rebeldes mai mai, con ojos y orejas en todas partes, atacaron Butembo. A golpe de obuses. De vez en cuando resuenan disparos y circular por las pistas de tierra entre una ciudad y otra es exponerse al pillaje, el secuestro o el asesinato.
Esta tarde, como cada día, hay reunión de coordinación en Katwa, a las afueras de Butembo. El doctor Justus Nsio, responsable del Ministerio de Sanidad para la respuesta ébola, llega con su permanente escolta de dos soldados. En estas 24 horas se ha seguido el estado de salud de 2.286 contactos, ha habido 172 alertas, una veintena de traslados a los CTE, de los que uno de los casos, una mujer de 50 años, se confirmó, una adolescente con síntomas fugada, un equipo de sensibilizadores agredido y una sala de oración que difunde noticias falsas sobre la epidemia. Un día normal en Butembo.
En el hospital de Matanda toca vacunación. Unas 40 personas hacen cola junto a unas mesas de plástico a la sombra de unos toldos. Son contactos de un caso confirmado hace unos días y han venido aquí por su propio pie, de manera voluntaria. “Cada vez encontramos menos resistencia, al contrario, la gente nos pide vacunarse”, asegura el doctor Martin Kavul. Ya van por 5.000 en toda la zona, un esfuerzo enorme que también tuvo que enfrentarse al rechazo en un primer momento. Pero algunas cosas están cambiando.
La gran epidemia de 2014-2016 en África occidental, con más de 11.000 muertos, tuvo un lado positivo. Sirvió para aprender. Desde entonces se ha desarrollado un puñado de tratamientos experimentales y una vacuna en fase de pruebas que ya ha demostrado su eficacia, tanto en Guinea como ahora en Congo. Las personas inmunizadas que desarrollan la enfermedad tienen muchas más posibilidades de sobrevivir que antes. La tasa de mortalidad de la epidemia es alta, mucho, de un 66%, pero desciende por debajo del 40% entre los que acuden al CTE. Los sistemas de seguimiento y alertas también se han refinado, gracias a la implicación de la comunidad.
“Vamos bien”, dice el doctor maliense Bubacar Diallo, “en un mes estaremos hablando de casos esporádicos”, añade con optimismo. En el CTE de Butembo, el mayor de todos con 92 plazas, hay 53 personas ingresadas, de las que solo 13 son casos confirmados. En abril estaban hasta la bandera. Sin embargo, el ébola se está moviendo porque las personas que se contagian también lo hacen. Y aparece por aquí y por allá. Más al norte, en Mangina, hay un foco muy activo. De allí salió la familia que llevó el virus a Uganda la semana pasada. Butembo sigue estando en peligro. “Cristo es mi todo”, asegura la joven Jacqueline, que vende crédito para móviles en el eje principal de la ciudad, “él me protegerá”.
Abajo en el valle, el popular diputado Crispin Mbindule está de mitin. La caravana de coches y motos entra en la asfaltada calle Presidente de la República envuelta en una notable algarabía. El aplaudido político, que hace tan solo unos meses negaba la existencia de la epidemia y lo atribuía todo a una maniobra del Gobierno en la lejana Kinshasa, recomienda ahora a los ciudadanos que se laven las manos y hagan caso a los equipos de respuesta. Aunque vuelve a las andadas: “Vengo con un grupo de expertos y vamos a acabar con la enfermedad en 22 días”, dice, eufórico.
Así está Butembo. Partida en trocitos, inundada de rumores y soflamas, pero también de trabajadores de organismos internacionales, de personal médico llegado desde medio mundo y de gentes de buena fe que combaten casa por casa a un fantasma que va más rápido que ellos. Al menos hasta ahora. Casi la mitad de los 1.500 muertos que ya se ha cobrado la epidemia de ébola que azota a este país desde el pasado mes de agosto procedía de estas colinas. En ningún otro lugar ha golpeado con tanta fuerza un brote que genera desolación, pero también oportunidades.
Ha habido 700 muertos en Butembo, sí, pero 2.000 locales trabajan ahora en la respuesta puesta en marcha por el Gobierno y la comunidad internacional, los restaurantes florecen, los hoteles y agencias de alquiler de coches no dan abasto y los comerciantes sonríen. Todo, los colchones que se queman a diario en los centros de tratamiento, la gasolina, la comida de miles de trabajadores, el agua que beben, todo se repone en el mercado local. “Se mueve mucho dinero”, asegura Jeremias, un vendedor de teléfonos móviles. “Algunos no quieren que el ébola se acabe porque después les toca volver a la miseria”, comenta Kasereka Songoroka, secretario de la confederación de Iglesias de Cristo del Congo en Butembo.
Nada más llegar a la pequeñísima pista del aeropuerto, una herida de tierra naranja en el verdor de otra colina más, el visitante percibe que hay algo al acecho. Ni papeleo, ni maletas ni nada. Un bidón con agua y un grifo para lavarse las manos es el recibimiento. A lo largo del día hará el mismo gesto una decena de veces. Al entrar y salir de cada edificio, de cada restaurante, de cada oficina bancaria. Y, por supuesto, en los famosos centros de tratamiento de ébola (CTE) donde están los enfermos confirmados y donde al agua le añaden cloro. “Me voy a volver muzungu (blanca) de tanto frotarme”, dice con una sonrisa la doctora Bebel en el CTE de Butembo.
Saludos a distancia
Estos bidones de agua con lejía, la toma de temperatura al entrar o salir del aeropuerto o por las principales rutas de acceso a la ciudad y los saludos a distancia son los únicos impactos visibles sobre la vida cotidiana. En la misa ya no se dan la mano y la limosna se reserva para el final de la ceremonia con el fin de evitar cualquier contacto peligroso.Pero los productos y las personas se siguen moviendo en este gran cruce de caminos y de confesiones religiosas que es Butembo. “Al principio temimos que nos encerraran en una cuarentena, pero no ha ocurrido, fue un rumor más”, asegura monseñor Muhindo Isesomo, obispo de la Iglesia Anglicana. La Organización Mundial de la Salud (OMS) no ha querido fijar restricciones ni límites al transporte. Traerían más perjuicios que el propio virus.
Un brote de ébola, que se desencadena al saltar de un animal a un humano, es cruel. Sus primeros síntomas se confunden con los de la malaria: intenso dolor de cabeza, fiebre, dolor articular. Pero con rapidez evoluciona hacia vómitos, diarreas y si el sistema inmunitario no lo impide, hemorragias internas y una fuerte astenia muscular. El riñón y el hígado son los primeros en caer. De ahí al fallo multiorgánico o al colapso respiratorio solo hay un paso. Sin embargo, su crueldad se manifiesta también en la forma de contagio, por contacto directo con los fluidos de una persona enferma. Es decir, los cuidadores y seres queridos, así como el personal sanitario de base, son sus víctimas privilegiadas.
Y, sin embargo, el ébola no es la única amenaza. A finales de febrero, hombres armados atacaron y prendieron fuego a los dos CTE que existen en la ciudad. Algunos enfermos, los que pudieron, huyeron despavoridos. Aquello fue el horror, pero cada día se produce algún incidente, una piedra que destroza el parabrisas del coche de un agente de salud, un equipo de enterradores al que impiden entrar en una casa, una amenaza a un sensibilizador.
Josué Mutseke, que trabaja para la respuesta al ébola en el barrio de Makangala, se ríe también con los actores de Yira Comedia que tratan de explicar con humor a la gente que en los CTE no matan a nadie, que los médicos no son traficantes de órganos y que la vacuna no provoca impotencia sexual, pero no pierde de vista a ese grupo de muchachos que cuchichea unos metros más allá. De repente, uno se acerca tambaleándose, en evidente estado de embriaguez, y le dice a la cara que tenga cuidado, que todos esos 4x4, esos médicos de la capital y esa protección desaparecerán algún día. Los vecinos solo observan. “La chispa puede saltar en cualquier momento. Muchos nos acusan de estar corrompidos, de trabajar para quienes han propagado la enfermedad, algunos tendremos que irnos”, dice.
Violencia e inseguridad
La violencia y la inseguridad son viejas conocidas en esta región en la que desde hace más de veinte años operan decenas de grupos armados. Igual que el volcán Nyiragongo que echa humo unos kilómetros al sur y de vez en cuando arroja lava por su cráter, la amenaza de un estallido imprevisible está siempre presente. El pasado 8 de mayo, los rebeldes mai mai, con ojos y orejas en todas partes, atacaron Butembo. A golpe de obuses. De vez en cuando resuenan disparos y circular por las pistas de tierra entre una ciudad y otra es exponerse al pillaje, el secuestro o el asesinato.Esta tarde, como cada día, hay reunión de coordinación en Katwa, a las afueras de Butembo. El doctor Justus Nsio, responsable del Ministerio de Sanidad para la respuesta ébola, llega con su permanente escolta de dos soldados. En estas 24 horas se ha seguido el estado de salud de 2.286 contactos, ha habido 172 alertas, una veintena de traslados a los CTE, de los que uno de los casos, una mujer de 50 años, se confirmó, una adolescente con síntomas fugada, un equipo de sensibilizadores agredido y una sala de oración que difunde noticias falsas sobre la epidemia. Un día normal en Butembo.
En el hospital de Matanda toca vacunación. Unas 40 personas hacen cola junto a unas mesas de plástico a la sombra de unos toldos. Son contactos de un caso confirmado hace unos días y han venido aquí por su propio pie, de manera voluntaria. “Cada vez encontramos menos resistencia, al contrario, la gente nos pide vacunarse”, asegura el doctor Martin Kavul. Ya van por 5.000 en toda la zona, un esfuerzo enorme que también tuvo que enfrentarse al rechazo en un primer momento. Pero algunas cosas están cambiando.
La gran epidemia de 2014-2016 en África occidental, con más de 11.000 muertos, tuvo un lado positivo. Sirvió para aprender. Desde entonces se ha desarrollado un puñado de tratamientos experimentales y una vacuna en fase de pruebas que ya ha demostrado su eficacia, tanto en Guinea como ahora en Congo. Las personas inmunizadas que desarrollan la enfermedad tienen muchas más posibilidades de sobrevivir que antes. La tasa de mortalidad de la epidemia es alta, mucho, de un 66%, pero desciende por debajo del 40% entre los que acuden al CTE. Los sistemas de seguimiento y alertas también se han refinado, gracias a la implicación de la comunidad.
“Vamos bien”, dice el doctor maliense Bubacar Diallo, “en un mes estaremos hablando de casos esporádicos”, añade con optimismo. En el CTE de Butembo, el mayor de todos con 92 plazas, hay 53 personas ingresadas, de las que solo 13 son casos confirmados. En abril estaban hasta la bandera. Sin embargo, el ébola se está moviendo porque las personas que se contagian también lo hacen. Y aparece por aquí y por allá. Más al norte, en Mangina, hay un foco muy activo. De allí salió la familia que llevó el virus a Uganda la semana pasada. Butembo sigue estando en peligro. “Cristo es mi todo”, asegura la joven Jacqueline, que vende crédito para móviles en el eje principal de la ciudad, “él me protegerá”.